Sergio Fong es modelo 62, Guanatos, Nayarit, México. Publicó el poemario Con un cuello de botella rota, Los Abrevaderos del ser, Tranka tranka el atraco, Pájaros en el andamio y Tripas de gato. Ha colaborado en diversas revistas nacionales, fundado otras tantas y editado la colección Alimaña Drunk, junto con otros compas locos.
Si vas a Guadalajara ese, no olvides visitar La rueda.
Una razón para ponerse bien zafado
En el juego del maniaco
todos somos pececitos de colores
metaformas en cerebro humano
nadando en un estanque de muerte
Azar Suerte y Sino
son las calles del laberinto
Yo nací entre el erotismo
y un cristal que divide el mundo
porque el sexo es la baraja marcada del tahúr
la necesidad y el deseo
lo prohibido y lo divino
nos reproduce como a Borges
y hambrientos de placer
rabiosos de pasión
delirantes y ciegos apostamos el alma
a la última carta
procreando más destellos de color
que bailan muertos en la pecera
Un chango llamado Hemingway
Para soportar las altas temperaturas del averno de Tepic, la sesera sólo maquina la imagen escarchada de un tarro de chela o cualquier otro brebaje frío y enardecedor que estimule el cerebro y contraponga la inclemencia del sol colgado en el paisaje como lámpara chicharronera. Algún elixir que resbale por la garganta, para deshacer el nudo seco que se atora en el gaznate, que ahoga la voz.
Ando gerundio, sudando la cruda democracia, cargando una cruz de doble filo. La ciudad arde bajo mis tenis, siento mis pies de chicle sobre el pavimento, alucino con borrar la distancia entre esta sed insaciable y el divino néctar de los magueyes.
Camino entre las calles heridas por los cirujanos del departamento de agua y alcantarillado, supero los obstáculos, libros las barricadas involuntarias de las cuadrillas municipales en su desinteresado afán de obstruir las vías de navegación. Levanto mi rostro al infinito e imploro para que algún ser omnipotente se apiade y abra las ventanas del cosmos, me bendiga con alguna lluvia etílica o encienda el artefacto hacedor del viento, pero cero, no hay respuesta. Mi corazón invoca por la flor de su herida: ¡Oh Mayahuel bendita, rocíame con tu sangre de doncella, líbrame de este infierno que me quema!
Por fin, mis ruegos son escuchados y ante mis ojos de persiana se asoma la esperanza, descubro en el paisaje polvoso del centro de Tepas el Bar Alica. Miro en la fachado un pizarrón clavado, con un anuncio escrito con gis de color naranja, el show del chef: “Fruta picada, sopa de pasta y carne asada”.
Llegué exactamente a las dos de la tarde, el bar estaba infestado de parroquianos, siempre es así el día de quincena a la hora de la botana. Charly, uno de los meseros, muy a tiempo, antes de que yo desistiera y me largara, consiguió un lugar en la mesa donde bebían dos tipos extraños para la fauna que normalmente asiste a este templo de Baco. Se distinguían del resto de las fotografías colgadas en los muros y de los rostros, aunque borrosos, conocidos.
Estos batos, chocaban sus vasos de brandy para salutar e invocar al viejo Hemingway, lamentando que no estuviera presente. Yo había pedido de emergencia una chela de barril y un caballito de tequila para echar a jalar el motor que no carburaba a su ritmo cardiaco, así que, en un acto de solidaridad alcé mi derecho y con un chingo de gusto también se lo dediqué al viejo Hemingway, pues me sentí en buena compañía y familiarizado con el personaje al cual le estaban ofrendando su borrachera. El tequila primero ardió en la panza, luego llegó a la sangre para empezar a lubricar la maquinaria del inser que habito.
Después de un buen rato de chocar los tragos y beber a la salud de Hemingway, se rompió el hielo, uno de los tipos habló largo y tendido sobre su presencia en esta ciudad; dijo que eran trabajadores del circo de Capulina, que estaba de paso por Tepic, él era payaso y trapecista de origen brasileño, de nombre Mauro. Su acompañante resultó ser un tipo seco. Era ruso, de esos tanques de doscientos kilos, casi no hablaba y lo que decía no se le entendía muy bien, esto provocaba que Mauro se botara de risa. El payasete me comentó que el acorazado moscovita se había unido al grupo en Leningrado con su espectáculo de osos y otras fieras amaestradas. El tipo rojo intentaba por todos los medios darme a entender algo que después Mauro me explicó: en el circo ellos tenían un gorila, que no sólo era la atracción principal, sino que era algo fuera de serie y aunque su nombre artístico fuera el de Kin Kong, ellos lo habían bautizado con el de Hemingway, por la forma en que fuma la pipa. Me sorprendí, yo lo había asociado con el escritor norteamericano y llegué a pensar que estos cabrones me estaban cabuleando. Desistí de esa idea y no, pensé (como ya estábamos medios ebrios y habían aceptado cambiar sus brandys por tequila, debido a mi invitación) que era una forma agradable de seguir el jolgorio. De todos modos, por las dudas y para no quedarme con la espina clavada, me puse de pie. Les grité que no les creía ni madres; el oso rojo se irritó, golpeó la mesa con el puño provocando que todo el pinche bar se estremeciera. El payaso se dejó caer al piso y reía a carcajadas debido a la confusión. Después del disturbio poético y serenados los ánimos, me propusieron ir a las instalaciones del circo para que lo conociera.
Salimos del congal para transitar por las ruinosas y desalumbradas calles nocturnas de Tepic; ahora el calor no importaba tanto, había conseguido volver a mi estado equilibrado. Cuando llegamos al sitio, donde resguardan a los animales, nos encontramos con un viejo catarrín que la hace de vigilante, nos saludó dejándonos pasar. Caminamos por los corredores de las jaulas hasta llegar a la del señor Hemingway; quedé impresionado, la neta que sí, nunca había visto tan cerca un chango de ese tamaño: se encontraba recargado en una mesa, la jaula estaba iluminada por una lámpara de escritorio y él chupaba su pipa, una cachucha cubría casi el total de su cabellera grisácea. Me miró a través de sus gafas, más bien nos quedamos observando el uno al otro, parecía una criatura sesuda analizándome. Después volvió su vista a una libreta que tenía sobre la mesa, comprendí que estábamos irrumpiendo su intimidad y nos exigía que lo dejáramos solo. Nos movimos los tres para largarnos, Mauro me comentó que nadie entiende lo que está pasando con el simio desde que le robó esa libreta y ese bolígrafo a un periodista, que vino hacer un reportaje sobre la vida circense. “Tiene días queriendo escribir algo, pero sólo hace garabatos ilegibles, arruga la hoja haciéndola pelota y la desecha”. En eso, voló un papel arrugado sobre nuestras cabezas.
Mirinda
Nadie sabe por qué Mirinda nació tan chiquita, tan pequeñita, tan hermosa, pero su condición de niña homúnculo la entristecía demasiado abajo, al grado de enfermarse y dejar ir a la escuela.
Estábamos en el mismo salón y ningún compañero se burlaba de ella, la maestra nos lo había advertido, “Quien satirice el estado físico de Mirinda será expulsado de la clase”. Valiendo madre cualquier influencia o parentesco con el director del plantel, esa actitud de la maira nos asustaba cabrón. Pero, había un no sé qué en mi interior, que lejos de querer dañarla o hacer algún chiste en contra de ella me generaba ternura, la sentía tan en mí, que en ocasiones a escondidas lloraba porque mi alma se acongojaba. Mirinda era tan frágil e indefensa, nunca quería jugar, ni le gustaba estar acompañada. Estudiaba un chingo, sacaba buenas notas, pero su pesimismo la doblegaba. Su mamá era fuerte, pero algo pasó, yo la veía cuando venía a recogerla a la salida, nos mirábamos a los ojos como cómplices del amor por Mirinda, su luz era clara, reconfortante; me abrazaba y me besaba con ese calor de mamá que me hacía tanta falta. Un día (catorce de febrero, para ser exacto de mil novecientos sesenta y siete) decidió sacarla de la escuela. La quería tanto y le lastimaba en lo profundo de su ser maternal pero no quería verla sufrir, yo tampoco. Siempre quiso que se sintiera como una niña normal, pero el destino es canela y el dolor no cesa.
A nosotros nos invitaba a sus fiestas de cumpleaños, pero cada año la celebración terminaba en un mar de llanto, Mirinda padecía y no comprendía los porqués ella era diferente, no quería ser festejada. Doña Rosa no volvió a hacerle fiestas a partir de sus diez años. Y yo en la sufridera.
Librería La rueda
Guanatos, Méjico
A mí me causaba mucha intriga, un sentimiento de ahogo, ansias gachas, pesadillas culeras, días de zozobra. Tanta pena, compunción y angustia me abarataban con sólo pensar en ella. Sin embargo, también esto lo empecé a sentir cuando tenía once, había algo en ella (en mí) que me atraía y algo que la (me) repelia, un sentimiento ambivalente, quería estar con ella para platicar, ser su amigo y deseaba no tener nada qué ver con ella. Me atraía su cuerpo y me preguntaba ¿dónde le cabrá tanta tristeza? Su torso era una cajita de suplicio, a veces soñaba que era una muñeca gigante, una mujer con rictus malévolos y me perseguía, yo me ocultaba en el ropero y cosa curiosa, cuando resucitaba del sueño, despertaba dentro del clóset, todo meado. Mi manía empezaba a tener brotes de enloquecimiento, me trepaba a la azotea a fisgonearla; la veía divertirse con sus amigos imaginarios y yo no estaba allí. Cuánta alegría desbordaba en sus juegos que se inventaba. “Ja ja ja ja” la escuchaba y la miraba botarse de risa, aquello parecía un escenario donde ella daba funciones a un público ausente.
Cuando salía con su jefa al mercado, a la plaza o al templo la seguíamos en parvada ella siempre se daba cuenta y le decía a su mamá que nosotros las perseguíamos. La ñora muy frondosa meneaba sus manos para saludarnos. Le decía que éramos los niños del varrio que queríamos ser sus cuates.
Cuando pasamos a sexto de primaria Miranda ya no salía de su casa, se enclaustró y sólo los domingos su mamá la llevaba al templo. Su caja toráxica se deformó, sus extremidades eran pequeñas en relación a su cabeza, que parecía una pelota.
Doña Rosa cosía, remendaba, planchaba y lavaba ropa ajena en su casa para las señoras del vecindario, así no la dejaba sola.
Un día, de abril el sesenta y nueve, pasaron por el barrio los hombres del circo, a todos nos regalaron boletos para la función inaugural. Era viernes, exactamente viernes dieciséis de abril, ¿cómo olvidarlo? La función de las seis de la tarde; la primera de la temporada del Circo Palitos, todos estábamos allí, incluyendo a Mirinda y a su mamá, todos prendidos esperando a que diera inicio el espectáculo.
Cuando salieron los payasos la algarabía era de fábula, yo volteaba a ver a Mirinda y era la única que no reía, luego vinieron los caballos, los elefantes, los leones, los trapecistas, todo nos parecía maravilloso y fantástico, pero a Mirinda nada le ocasionaba ninguna sorpresa o admiración.
El anunciador y domador de leones se habían reservado el mejor número circense, y después de unas fanfarrias, redobles de talora, bombos y platillos, gritó como sólo él sabía hacerlo, con todo el aire de sus pulmones “¡El Shoooow de Chooooooriii!”.
Las luces estrambóticas se encendieron, volaron papelitos multicolores por toda la pista y entraron los enanitos al escenario, haciendo piruetas, saltando, echando maromas; cantando y bailando.
Todo un estallido de emociones y la euforia al máximo, entonces volteé a ver a Miranda.
Ella había desaparecido.


